algo en mi todavía es humano | María Colombo

Por Sol Echevarría

La morfología de las esculturas presentes en esta muestra pone en suspenso cualquier interpretación. Si bien es posible asociarlas a diferentes objetos como candelabros, plantas acuáticas e incluso a esqueletos u otras partes humanas, su mixtura hace fracasar todo intento por darles un sentido unívoco. Apenas se esboza una forma reconocible, basta mirar la otra cara de la misma obra para que esta se desvanezca como una nube. 

En el momento de moldearlas, María Colombo cuenta que no sólo tuvo que romper el papel sino también la lógica. Cada vez que incorporaba, instintivamente, rasgos que les daban un parentesco con lo real, volvía a torcer el brazo para permanecer en ese territorio difuso que se abre entre la abstracción y la figuración. Así, las piezas exhibidas son resultado de una manipulación deliberada (lo que las convierte en una suerte de artefactos) pero también responden a una voluntad intrínseca de la materia por sustraerse al uso servil al que está sometida en tanto herramienta. Su participación en el mundo con el resto de los objetos la vuelve profunda, su misterio es el misterio de la metamorfosis. 

Ubicadas como adornos a lo largo de la sala, a primera vista se muestran estáticas pero en seguida cobran vida y nos observan como si fueran gárgolas desde sus pedestales. O tal vez mejor hablar de quimeras. Me gusta la ambigüedad de este término, usado tanto para referirse a algo que no existe como aplicado en biología para nombrar a seres compuestos por diferentes organismos que habitan dentro un mismo cuerpo. Su origen está en la famosa Quimera, un monstruo mitológico híbrido al que le atribuyen partes humanas y de distintas criaturas (ya sean animales o seres inexistentes como los dragones). 

Del mismo modo que las quimeras, las esculturas de María Colombo no conviven en armonía sino en una tensión desgarradora. No aceptan devenir unidad pero tampoco escindirse por completo. Muchas de ellas conservan, aunque sea en una medida microscópica, un componente humano. Sin embargo, da la sensación que lo resisten y, al igual que hacen los moluscos con el nácar ante la presencia de un cuerpo extraño, para expulsarlo generan capas y capas de papel. Encima de este, los colores vibran fluorescentes y cobran autonomía: no parecen parte intrínseca de las piezas sino otro organismo que se posó sobre ellas como el musgo lo hace sobre las rocas en la intemperie. 

Todo este exceso de material le da volumen a las esculturas, despegándolas del plano para proyectarlas en una tercera e incluso en una cuarta dimensión, que no es otra cosa que el tiempo. Y allí, en el plano temporal, la ambigüedad persiste. El conjunto podría pertenecer a un pasado pretérito o, por el contrario, formar parte de un futuro lejano en donde el mundo que conocemos pervive como ruina. Las esculturas vendrían a ser escombros de una civilización que ha sido colonizada por plantas, pájaros, insectos y seres indescifrables, tal vez de origen fantástico o alienígena, que dirigen sus ojos al observador mientras le cuentan la verdad del universo en el idioma de las cosas mudas.