un pueblo adentro tuyo | Julieta Oro

En estas obras Julieta abre las pistas para renovar cierto tipo de pinturas. La de los retratos floridos de la hora de la siesta, los rincones sorpresivos del comedor, el viento de alguna playa en noviembre y los hechos cotidianos que llaman la atención. Mira de arriba una gazania no para traducir jerarquías, sino para ver redondoles estropeados donde había pétalos y grandes manchones donde pendía una fragancia o reinaba la picazón de las nervaduras. Habilita la risa que duda incluso de sí misma,
mientras se abre alrededor un pasillo, un baldosón, la verja de un patio delantero por la que camina un gato… Los colores están más vivos que en cualquier escena coloquial. Los desprendimientos de las plantas rompen el molde de los movimientos previsibles y se vuelven desgarbadas como el girasol, expansivas y atentas, como el crisantemo sobre el piso. Incluso psicodélicas silbando bajito si se las mira bien.

Quiere acordarse de lo que tiene alrededor y brindarle tributo, aunque no quiere explicarlo; mucho menos poner la explicación por encima de la naturaleza.Todo lo contrario: los objetos culturales, macetas o mesitas, son asistentes de las flores, los loros, los gatos y los pájaros, para que den lo mejor de sí, para que sean particulares desde sus propios caprichos. La paloma es un portapapeles o una torcaza bañada de crema para las manos o un bote de carnaval sin ornamentos poniendo la cola en punta para servir de antena. Todo bajo mucha luz, bien viviente. Son pinturas cautelosas, vitales y populares. Hay un amor leal a las viviendas, a cierta costumbre visual de pueblo de provincia que estilizó como nadie Leonardo Favio, a la concurrencia entre vainas de amarilis y un suspenso opaco de alta definición que nos pone contentos. A la vez, un poco apretada contra el techo del cielo, surge una sensación contemporánea de expectativa o un no sabemos qué va a pasar: la duda larga que nos causa no poder entender últimamente ciertas premisas actuales con palabras precisas.
A Julieta no le importa contar el periplo o los accidentes o las transformaciones, sino la propia sorpresa de que algo pase. El pasar de plantas, animales, muebles y paisaje. Pinta el pasar y no
está sola. Muchxs pintorxs de varias ciudades del país manifiestan desde hace años un descontento con cierta programática conceptual demasiado progresiva y optan por comprender el legado de artistas anteriores. Por nombrar a tres: Augusto Schiavoni, que trataba a un canasto de manzanas como si fuera un nieto. Bibi Zogbe, que caminaba por el pasaje Seeber fumando para enfocar en su corazón los planos de los arreglos florales que pintaba. Feliciano Centurion, que bordaba sobre frazadas y repasadores sus sueños del litoral. Eligen a ellxs y a tantxs más para abrazar un imaginario
reconocible y potente, que lxs convoca y lxs deja ser. Estas obras nos enseñan las cosas cuando dejan ver otras. No las ve ni la artista ni el espectador. ¿Pero cómo es entonces que las vemos? Porque la pintura, a través de artistas como Julieta, deja que el proceso natural se manifieste por un momento para que nos quede la imagen grabada en la sien. La que se convierte en arquetipo es la naturaleza, no la pintura. La pintura es el soporte material de lxs artistas que dejan que el regalo o la bomba de la realidad pase por sus manos. Después de dar toda la vuelta, de ver todas las pinturas, se nos presenta en la imaginación un sonido lábil pero comunitario. Pasa por nosotrxs como un chisme, un saludo, una broma o un silbido del tiempo colgando de un clavo.

Juan Laxagueborde